Cuando se tiende a la depresión, a que las creencias ocultas, las frases hechas, los miedos y las expectativas se apoderen generalmente del vaso medio vacío de uno, hay un “bien” que siempre se hace escaso y que generalmente es más vulnerable que la cresta: me refiero a tener un puto buen estado de ánimo, sonreírle a la adversidad y creer desde los huesos que la vida siempre termina por mostrar su lado amable a pesar de los pesares (¡Cuba va!).
En la mente del depresivo cualquier eventualidad es síntoma de un mal general, cualquier mínima desgracia, cualquier contratiempo fuera de programa termina volviéndose confirmación de las siniestras voces que a uno le dicen que nada es para siempre, que la vida es una mierda, etc. pasa como dice Borges que “te puede matar una guitarra”.
Yo que he intentado lidiar con estas eventualidades, que doy mi pelea con las no excesivas energías que Diosito me ha dado, termino dándome cuenta que el buen ánimo, el estado de bienestar interno es una posesión efímera e invaluable, combustible que hay que buscar e inyectarlo a todo proyecto e idea que tenga, pues la aspiradora de la depresión es devastadora, egoísta y autodestructiva, no le importaría borrarse de un cañonazo, una sobredosis, un salto desde un vigésimo piso.
Pero lo difícil es encontrar qué y cómo se produce este salvavidas y combustible sin mediación de químicos, terapias, adicciones o conductas límite (particularmente siendo uno padre, esposo, hijo y trabajador).
Es difícil porque todo está eslabonado, todo pende de todo, cualquier cambio de un lado de la mesa conduce a un desajuste de otro lado y el que evalúa eso, o sea uno mismo, no siempre está en condiciones de ser juez y parte de un boxeo en que los contrincantes están en desigualdad de fuerzas.
Escribo esto para curarme, para continuar, para dejar de culpar a la muerte de mi padre de mi cara, de lo que dije o hice, de mis últimas palabras, de no haber estado ahí, de esta cara de pena que la gente cree que es enojo, pesadez o indiferencia.
Escribo esto para crecer, mierda.
Alvar Magañez